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martes, 15 de mayo de 2007

Senegal, un viaje para aprender (1)

El domingo 6 de mayo de 2007, una delegación de la escuela de secundaria 1º de Mayo (Fundación José María de Llanos), del obrero barrio de El Pozo, respiró el aire denso de la noche de Yoff como un recién nacido que inhalara por primera vez el mundo. Juande , jefe de estudios; Manuel, constructor (también los hay sensibles a las necesidades ajenas); y un servidor, traductor y guía al servicio de la causa.
A pie de pista nos esperaban ya los buenos amigos: Mounirou, Bouba, Papis… Todo estaba en su sitio en un país donde los jóvenes no parecen encontrar el suyo.
Emprendimos la ruta hacia Kaolack, abriéndonos paso por la autopista atestada de viandantes, de coches atrozmente sobrecargados, de camionetas de pasajeros repletas donde los cobradores en el pescante se juegan la vida, de toda clase de vehículos a motor o de tracción animal más aptos para el desguace.
Mamadou, nuestro conductor, sorteaba los codazos, achuchones, acelerones y embestidas, los peatones, los carneros… a una velocidad vertiginosa. Hubo algún momento en que pasamos miedo. Le explicamos que no teníamos prisa, que simplemente queríamos llegar. Con una amplia sonrisa, la de quien conoce su trabajo, asintió y levantó desde ese momento y en adelante el pie del acelerador.
Sobrepasado Rufisque, envuelto por la luz fantasmal, amarilla y polvorienta de su cementera, la carretera se hizo más fluida.
Cerca ya de Kaolack, en el pobre horizonte creado por los faros de nuestra furgoneta en la negra sabana, una aparición surgió de la nada, de pie, en medio de la carretera: un hombre que arrastraba su locura y su cuerpo desmadejado en busca de la muerte, una muerte segura. En la mano, una botella de plástico azul. En el rostro, dos ojos alucinados. Mamadou lo esquivó por milímetros y siguió su camino.

Nadie puede hacerse cargo de lo inevitable.

¿O sí?

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